Un señor vendió sus ropas para comprar un ataud.

Los pocos dientes que le quedan, muerden un mendrugo de avena, ya no puede digerir, se los da a las palomas. Camina entre espejos hasta verse exhausto y desnudo, se sienta en un banco, frente a él pasa un cortejo. Son sus familiares y amigos. Les grita: ¡Aquí estoy! ¿A quien llevan? ¡Ese féretro es mío!

Los deudos no lo reconocen, mientras él, aún en conciencia, va observando en ojos blancos cada lágrima de los suyos. Decide partir, el fuego lo recibe, es polvo en suspensión sobre gente vestida con sus otroras vestimentas. 

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